El conflicto armado y la violencia en Colombia han dejado legados profundos que pueden impedir la construcción de una sociedad más pacífica y equitativa. Una de las consecuencias más profundas de la violencia, pero también una de las más ignoradas y aparentemente invisible, es el trauma psicológico. La exposición a la violencia tiene el potencial de generar diferentes afectaciones en la salud mental como estrés complejo, síndrome de estrés postraumático, depresión mayor y ansiedad crónica, entre otras.
Desafortunadamente, en Colombia hablamos muy poco sobre cómo 70 años de conflicto han afectado psicológicamente a las víctimas, a las poblaciones que viven en medio de la violencia e incluso al resto de la población que ha sido testigo indirecto del conflicto pero que no ha sido inmune al mismo. De hecho, evitamos hablar sobre nuestra propia salud mental o la de nuestros familiares porque la sociedad lo ve con estigma y vergüenza, como si fuera un signo de debilidad o algo anormal. Pero es todo lo contrario. Por ejemplo, una de cada cuatro personas ha experimentado en algún momento de su vida alguna afectación en su salud mental. Asimismo, la depresión mayor afecta al 13 por ciento de la población mundial y es la principal causa de ausentimo laboral.
En el caso de las víctimas de la violencia, el trauma psicológico es una reacción emocional normal ante un evento traumático y anormal. Si bien hemos encontrado muchas historias de resiliencia en nuestro trabajo con las víctimas de la violencia, también hemos encontrado una prevalencia alta de síntomas que están asociados con distintos trastornos psicológicos. Por ejemplo, en distintas investigaciones con personas desplazadas, he encontrado una prevalencia de síntomas de depresión mayor y ansiedad crónica de más del 30 por ciento. Estas cifras son 3 veces más altas que las del promedio nacional.
Las consecuencias psicológicas de la violencia pueden ser devastadoras si ocurren durante la primera infancia. Esto puede parecer contraintuitivo para algunos y en efecto lo es para algunas de las familias que viven en entornos de violencia o que han sido victimizadas con las que hemos trabajado. De hecho, muchas de estas familias expresan que afortunadamente sus niños y niñas son muy pequeños para entender o sentir la violencia. Pero en la práctica ocurre todo lo contrario: los niños y niñas son quienes son más vulnerables a los efectos de la violencia y el trauma psicológico.
La primera infancia es la etapa más importante de la vida pues es el periodo de tiempo en el que se está desarrollando toda la arquitectura cerebral y es el momento crítico para el desarrollo de nuestras habilidades cognitivas y socioemocionales. Por esto mismo, es la etapa más vulnerable a la violencia y al estrés tóxico que ésta genera. El estrés tóxico generado satura los mecanismos biológicos de respuesta frente al estrés, interrumpe el correcto desarrollo de la arquitectura cerebral e impide el correcto desarrollo de habilidades que son escenciales para el resto de la vida.
Por ende, los niños y niñas expuestos a la violencia, que nacen en hogares desplazados o en comunidades azotadas por la violencia, tienen mayores obstáculos para su desarrollo y menos oportunidades para desarrollar todo su potencial a lo largo de la vida. La evidencia de un sinnúmero de estudios encuentra que el estrés tóxico durante la primera infancia está asociado con menor capacidad de aprendizaje, mayor deserción escolar, mayores comportamientos riesgosos en la adolescencia, menores ingresos y empleo, y mayores problemas de salud en la adultez.
Hablar sobre las consecuencias psicológicas de la violencia no implica afirmar que la violencia trae consigo patologías o efectos que duran toda la vida. Tampoco implica hablar sobre debilidades y derrotas. Por el contrario, nos ayuda a visibilizar esas consecuencias profundas y aparentemente olvidadas de la violencia, a romper el estigma y los tabúes y a buscar soluciones que permitan proteger a estos niños de los efectos de la violencia.
La evidencia científica en diferentes disciplinas (genética, biología y neurociencia, entre otras) resalta que los vínculos afectivos saludables (un apego seguro) entre los menores y sus madres, padres o cuidadores principales es un antídoto natural para mitigar los efectos de la exposición a la violencia. Por ejemplo, un apego seguro tiene efectos positivos y permanentes sobre el funcionamiento del sistema que regula el estrés, como también sobre el tamaño, la forma y la complejidad del cerebro. Asimismo, activa el segmento del genoma que controla la forma en la que el hipocampo procesa las hormonas del estrés, lo que se traduce en una mejor regulación de las emociones y en una menor incidencia de la ansiedad ante situaciones adversas o estresantes.
El reto, entonces, está en identificar formas para construir y fortalecer los vínculos afectivos entre madres e hijos en contextos de violencia y adversidades como una estrategia para proteger el desarrollo infantil en las comunidades expuestas a la violencia.
Te invitamos a esperar la próxima entrada de este blog en la que abordaremos nuestra aportación para enfrentar este reto, un trabajo en conjunto de Fundación FEMSA, Universidad de los Andes, The Coca-Cola Company, Genesis Foundation, Fundación Éxito, Primero lo Primero y Grand Challenges Canadá.
Crédito de fotografía: Felipe Casares